Isabel Iglesias (@enpalabras) es consultora especializada en el análisis estratégico y dinamización de la información. Investigadora de nuevas realidades, alérgica a los tópicos, bloguera… Y desde hace un tiempo productora, aportando un granito de arena a esas nuevas realidades por descubrir con la película Máscaras.

No “mujer empresaria”, ni “emprendedora”. Y, puesto que me toca firmar en la parte contratante como empleadora, tampoco me gusta la palabra “autónoma” ni lo de “por cuenta propia”. Soy empresaria y trabajadora de mi empresa. Pero mejor me explico y empiezo por el final.

Como trabajadora, quisiera horarios, vacaciones y derecho a una baja sin que apareciera la inspección de trabajo. Asumo que, si las cosas no funcionan, voy a perder la inversión realizada, pero, al menos, tras haber estado años contribuyendo a la caja común (¿?) de la Seguridad Social, la que mantiene al resto, porque para quienes cotizamos al régimen especial de trabajo autónomo tres meses de impago implican embargo directo, al menos me gustaría que el derecho a paro me garantizara un paréntesis mínimo para reenfocar mi vida. Pero las cosas nunca fueron así ni han mejorado con la última reforma gubernamental.

Lo de “trabajadora autónoma” simplemente no es correcto (tampoco en masculino), porque lo de ir por libre implica asumir todas las responsabilidades y eso se traduce en dependencias múltiples. Y ya no lo digo por los horarios interminables ni por el exceso de trabajo, sino por lo complicado que resulta averiguar, cuando las cosas no marchan, si has fallado en el diseño del servicio, en el de la oferta, en la venta o en la ejecución. O tal vez no estás eligiendo bien tus relaciones, o el segmento de mercado… Pero, ¿con quién lo hablas? Lo de “autonomía” se traduce más bien en “indefensión”. En mi caso, recuerdo haberme sentido reconfortada cuando me encontré con la declaración de consultoría artesana.

La confusión no es sólo terminológica, sino también conceptual, porque no se trata de generar el propio puesto de trabajo, sino el contexto en el que realizar tu trabajo y a la vez conseguir ingresos para poder vivir de esa actividad. Y esto me lleva a lo de “por cuenta propia”. Sí, es cierto, las decisiones son mías, pero el precio es alto, así que, igual que asumo la responsabilidad sobre mis errores (las micropymes no cotizamos en bolsa, de manera que no hay fondos ciudadanos para cubrir las pérdidas), reclamo el derecho a no tener que soportar esta queja que no cesa contra al sistema, como si no formáramos parte de él. Y aquí entra lo de “emprendedora”, porque ¿es que hay alguna otra forma de concebir la propia vida?

La presión en este asunto del emprendimiento, que con la crisis se está haciendo insoportable, no es sino el ilusorio intento de encubrimiento y control sobre las escandalosas cifras del paro, al tiempo que se impulsa la nueva versión de la industria del ladrillo: el consumismo (que no el uso) de lo digital y la lucha por su control. El monopoly se juega en círculos cada vez más restringidos porque tras la burbuja de las start ups las cifras demuestran que la media de edad en las nuevas altas en el régimen de trabajo autónomo supera los cuarenta años, y cabe preguntarse qué eran antes esas personas a las que ahora se llama “emprendedoras”.

Cuando Noemí Pastor me invitó a escribir una colaboración para Doce Miradas, me sugirió que podía aprovechar para hablar de mi libro, pero como su origen ya se explica en la introducción, me pareció más justo escribir en primera persona el espíritu que intenta recoger, que no es otro que poner de manifiesto

la constante omisión, por pudor, cuando no malintencionado olvido, respecto a la inexistencia de datos que relacionen el trabajo y la ocupación de las mujeres con el dinero, y de legitimar sus intereses y aportaciones económicas, incluso cuando estas se referían claramente a “actividades extradomésticas remuneradas”.

Tras la expresión de “actividades extradomésticas remuneradas” se han ocultado de forma sistemática auténticas iniciativas empresariales que en muchos casos no solo constituían el único soporte de la economía familiar, sino que también crearon y dinamizaron auténticas redes comerciales. Y todo esto en una época en la que la tradición, pero sobre todo la ley, prohibía a las mujeres ejercer y liderar ningún tipo de actividad económica remunerada e incluso disponer de su propio dinero en casos de herencias. ¿Y ahora que las leyes han cambiado? Pues hemos pasado de la invisibilidad a ser objeto de deseo para las marcas. A lo de generadoras de riqueza y empleo, en cambio, aun le falta.

El libro se titula Empresarias Xubiladas, una categoría difícil de rastrear en fuentes documentales tradicionales, pero también en Internet, lo cual es lógico, ya que no deja de ser un reflejo de lo no virtual, como se pone de manifiesto en la red que se va tejiendo en torno a las Doce Miradas de esta casa. Por eso, más que un libro, diría que es la publicación de un enfoque de estudio sobre la radiografía de esa amplia realidad que se escurre entre las empresarias millonarias que saltan a los titulares y la mujer trabajadora por cuenta ajena. El objetivo eran empresarias “de a pie”, cuya “supuesta falta de excepcionalidad” no suele merecer la categoría de referenciable en los canales oficiales.

No quiero decir con esto que no sea importante abordar la presencia de las mujeres en los consejos de administración de grandes empresas o en las elites del poder, pero, y a la vista está, ¿presencia implica participación?, ¿de verdad interesa reivindicar un sistema que no reconoce la necesidad y el valor de la diferencia? ¿De qué sirve hablar de sexismo en las finanzas, sin tener en cuenta que el dinero solo sigue las rutas ya trazadas?

El problema es que los círculos de poder son egocéntricos, autocomplacientes. Se miran mucho y hacen poco. Casi siempre, para quienes los persiguen, el objetivo no es “hacer”, sino “entrar”, ser reconocido. Por eso creo que no se trata de asaltar el espacio, sino de buscar mecanismos para provocar cambios en esas reglas de juego que solo permiten los relevos imprescindibles y en las que, sencillamente, las mujeres no hemos estado.

Y le llega el turno a la palabra empresario, ria, que sólo en su cuarta acepción recoge (en masculino, eso sí) lo que supone más del 90 % del tejido productivo: “titular propietario o directivo de una industria, negocio o empresa”. Pero en realidad no sé si debo criticar este sesgo concreto de la RAE cuando, tras años de “militancia” en las organizaciones empresariales (sectoriales, geográficas, grandes y pequeñas), en ocasiones he tenido callar ante reproches que señalaban que luce más apuntarse a saraos que a cargos de representación. Sí, a algunas habría que pedirles que devuelvan sus derechos.

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Sello conmemorativo de Nellie Cashman, empresaria irlando-estadounidense (1845-1925)

Cierto que la explicación es algo más compleja, pero, si queremos cambiar las reglas del juego, hay que salir a jugar. Ya hemos aprendido a asumir riesgos, a iniciar nuevos caminos, a convivir con la posibilidad del fracaso. Ya no queremos esa imagen de eternas principiantes. Las mujeres empresarias estamos asumiendo, junto con los hombres empresarios, la complicada tarea de responsabilizarnos en la toma de decisiones en los difíciles retos de esta dura etapa.

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